Existen personas con las que se coincide continuamente: las de siempre en el ascensor; las que pasean su perro en el mismo lugar que tu el tuyo; las que hacen cola contigo para comprar en el quiosco, tienda o panadería ..., podría seguir, pero las dejo a tu libre albedrío.
Lo curioso es que aún entablando con ellas sólo un saludo o una pequeña conversación, usualmente superflua, nunca o casi nunca les ponemos nombre. Esto es lo que me ocurre con mi personaje de hoy.
Se trata de una mujer de mediana edad, sé de su existencia al menos de hace trece años. Nuestro punto de encuentro regularmente la plaza del barrio. Ella con sus hijos, niño y niña, yo, con mi Ron, para quien no lo sepa, mi querido perro. Llegamos a tener diálogos un poco de mayor amplitud que el simple saludo. Normalmente, me contaba sus peripecias o preocupaciones y me limitaba a escucharla o preguntarle. La verdad es que su vida era un tanto, digamos, compleja y no muy alegre. Así, un día tras otro durante bastante tiempo, hasta que mi Ron decidió irse a vivir con mis padres, traslado de vivienda recibido con gran entusiasmo por ambas partes. ¡Cómo lo echo de menos!.
Volvamos al tema, a partir de no estar conmigo Ron, dejé de verla. No me paraba en la plaza con la misma asiduidad.
Pues, después de años, me encontré con ella, me alegré. Físicamente, muy mejorada de la última vez, pero fui a nombrarla y no pude. Cómo puedes imaginar, me sentí mal y disimulé la situación y el mal trago para mi fuero interno.
Y, ¿¡sabes!?, en la próxima ocasión, me prometo preguntarle su nombre.
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