Al fin y al cabo, ¿qué es morir o vivir?
La vida es un carrusel en continuo movimiento, un frenesí constante y acelerado de vivencias, ricas en emociones y sentimientos. Dudo que seamos totalmente conscientes de nuestro propio protagonismo en ella y apelamos al concepto del destino. A menudo pasamos de puntillas por la multitud de instantes que nos depara. Se desliza por nuestra piel y cuerpo, macera lentamente una a una nuestras células, nuestros órganos envejecen. Aparecen sus huellas en forma de delicados o profundos surcos, las temibles arrugas por tanto en cuanto no deseadas, ¿quiénes las invitaron a llegar?..., y no logramos madurar a la misma velocidad o tempo de su devenir. Levemente alcanzamos a apreciar que el tiempo transcurre inefable, impune a nuestra influencia o manipulación. Es inevitable.
Somos parte de un ciclo limitado en el espacio temporal de lo infinito. Una mínima expresión del todo o la nada ilimitados. Duele. sí, nos duele, no obstante, es el único hecho objetivo implacable. Brutal según se sienta o se piense. Seguramente, tengamos que aprender a vivir observando, gozando segundo a segundo de cualquier momento por nimio que parezca para que no se nos resbale la vida entre nuestras manos sin vivirla. Nos liamos hasta la ofuscación con lo que ha de venir, velando lo que ocurre a nuestro alrededor y en nosotros mismos. Nos perdemos en disquisiciones perennes con las que se nos escapa el presente. El ahora es el luego y, continuamente, lo olvidamos. Después, volvemos a él porque quisiéramos hubiera sido de otra forma y nos lamentamos, anclados en el pasado. Y entre pasado y futuro, el hoy se mece y se nos pierde. ¿Somos conscientes?
Despertemos, abramos los ojos al alba, a ese amanecer con el que la vida cada día nos regala. Miremos y disfrutemos como niños lo que como viejos nunca podremos.
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